martes, 20 de diciembre de 2011

Erniel, el principio


Capítulo 2: Alfil a torre

-¡Atención, escoria! Presentad vuestros respetos a la Guardia Real. A partir de hoy somos la ley. Impondremos orden y seguiremos los designios que nuestra Alteza Real nos imponga.
El hombre que hablaba era alto y fornido, vestía de negro, al igual que la decena de soldados que los procesaba. Se había recogido el largo pelo negro en una coleta, cosa que acentuaba sus facciones duras y masculinas. Su voz era firme, inflexible; lo representaba completamente.

El tabernero salió de detrás de la barra, y lenta y temerosamente, se acercó al hombre.

–Perdone, mi señor, ¿ha venido por algún asunto oficial?

Al responder, no miró al pobre hombre que se dirigía a él.

–Buscamos a una persona acusada de atentar contra la vida de nuestra reina Korall. Y por favor, diríjase a mí como General Qudory. –a continuación hizo entrar a los soldados y levantó la voz para dirigirse a todos los beodos allí presentes. Erniel miró de soslayo a Agchant, que tenía la vista fijada en su copa. Pero pareció que sus labios se movían y describían una palabra; márchate. – Como ya he dicho, buscamos a un criminal, un terrorista. Es muy posible que se encuentre aquí, y de no ser así, la reina agradecería cualquier información que estén dispuestos a ofrecernos. Por descontado, si no conseguimos nada hoy…–el General dibujó una cruenta sonrisa– lo pagaréis a un alto precio…

El mago fue levantándose poco a poco. Tuvo suerte al quedar fuera del abaste visual de los soldados  gracias a un enorme hombre que se había derrumbado sobre la mesa de al lado. Lentamente, como una sombra, se deslizó bajo la mesa y de esta, a la contigua.  De pronto se topó con una falda. Era Natasha.

–Erniel, ¿pero qué…?– se detuvo al ver que el joven se llevaba un dedo a los labios, pidiéndole silencio. La chica miró al General y luego al mago, y este último asintió. Lo buscaban a él. – Ven.

Al lado de Natasha, el chico se escurría de mesa en mesa. Gracias
a los dioses, era una gran taberna. La mayoría de mesas del fondo tenían las sillas encima y estaban desiertas.

La camarera guió a Erniel a la sala donde escondían la bebida, detrás de un tapiz. Antes de desaparecer detrás de un paisaje campestre, miró por última vez al General Qudory y sus soldados; estaban muy ocupados intentando despertar a la gran mole que hacía segundos le había servido para esconderse.
Sintió la mano cálida de Natasha cogiendo la suya. La chica tenía los ojos anegados en lágrimas, cosa que hacía que brillasen de forma extraña. Se inclinó y le dio un rápido beso a Erniel en los labios. Un casi imperceptible olor a canela impregnó los labios del chico. Éste buscó la cara de Natasha, pero le dio la espalda y se alejó.

Se abrió paso entre barriles de cerveza y aguardientes, hasta encontrar la trampilla que daba al exterior. Con una daga que llevaba atada al cinto hizo palanca y rompió la cadena que sujetaba la puerta. Poco a poco fue abriendo la puerta, ya que no sabía si le habían parado una emboscada. Empujó la trampilla hasta que pudo mirar fuera. Estaba limpio. Daba a un oscuro callejón habitado únicamente por ratas. Salió de golpe de su escondrijo y un perro pulgoso se le acercó, moviendo la cola.

Dejando el callejón atrás, se sintió perdido. ¿Dónde debería ir ahora? Pensó en lo que le había dicho Agchant. Esa criatura nacería en Yrrett. El día en el que la luna y el sol se reflejasen a la vez.

Primero tendría que solucionar el tema de la fecha. Se lo había dejado todo en la torre del castillo; su ropa, sus armas, sus instrumentos…, al igual que una cuidada carta estelar en la que había pronosticado los movimientos celestes de un año. Esperó que eso fuese suficiente.

Ahora solo tenía que entrar en el castillo, subir a la torre, coger sus cosas y salir. Vaya, era más fácil decirlo que llevarlo a cabo.

En aquel momento un escuadrón de soldados pasó a escasos metros de él. Rápidamente se escondió dentro de una casa medio derrumbada, con los pértigos de la puerta colgando.
Se apoyó en la pared y se dejó caer hasta el suelo. Cerró los ojos. Parecía una pesadilla, todo había pasado muy rápido. Korall lo tenía bien pensado; desplegaría su ejército y aplacaría a los más sublevados. Tenía que hacerlo deprisa, antes de que las fuerzas opositoras se recuperasen de la batalla. Después de eliminar a aquellos que le barraban el paso, organizaría de nuevo el gobierno. Era lista, más de lo que nunca había pensado.
Sacó de la vaina que colgaba del cinto su espada. Había sido un regalo de Elogra, forjada especialmente para él. La hoja de la espada estaba hecha de una aleación de plata y turquesa en polvo, cosa que la hacía resplandecer con un tono azul característico. 

Presentaba un filo en sierra en el nacimiento de la hoja. El gavilán había sido trabajado laboriosamente, tenía formas suaves, onduladas como las olas del mar. El mango era fuerte, de ébano con el interior de plata. Era una espada ligera y mortal.

En el centro del hierro había una inscripción que Elogra había hecho para él. Escrito en élfico, se encontraba el nombre “Erniel”. No entendía por qué hizo algo así. Ninguna frase de ánimo, nada reconfortante. Solo su nombre.

En vez de respuestas, Elogra solo le había dejado un rastro de preguntas sin resolver. Tal vez ese rastro de preguntas inconclusas llevase a algo. Todo era tan confuso y repentino. Y no había camino ni pistas que seguir.  Lo único que podía hacer era ir desvelando una a una las incógnitas que lo acosaban.

Miró al cielo. Una suave nube sin importancia cubría una pequeña porción de cielo. Seguro que nadie más estaba mirándola. Se quedó observándola inútilmente durante unos diez minutos. Los únicos diez minutos en paz y armonía desde hacía años, o eso le pareció. 

La nube, ajena a la mirada del chico, empezó a disolverse poco a poco. Primero los anillados bordes, rizados y finos. Después grandes agujeros aparecieron en el centro de esta. Un gran agujero, largo y delgado, como el corte de una espada, la atravesaba. Eso le hizo pensar en Elogra. Maldita sea.

Cerró los ojos fuertemente, para no ver. El interior de sus parpados era de un color extrañamente naranja, por la luz del sol que se colaba dentro. Poco a poco fue cayendo en una oscuridad onírica que se presentía descanso, pero no podía estar más lejos de la realidad. Los recuerdos lo atacaron por la espalda cuando más dormido estaba. No podía escapar de ellos.



No tenía tiempo de disfrutar de aquel triunfo, no había tiempo. Ella hubiese querido estirarse en esa cama de satén, desecha, que horas antes había ocupado Elogra, pero tenía que organizar a las tropas, iniciar la reconstrucción de la ciudad e informar y pactar con los monarcas de las otras islas. Imaginó que los países Dashy y Tarushy estarían de su parte. El gran problema sería Ignur…, su isla natal, y la de Elogra. Sonrió malignamente. 

No le importaba volver a estar en guerra. Esa era la parte que más le gustaba de la conquista de un territorio.
Estaba sentada en el gran escritorio de ébano de Elogra, en la habitación que había visto la muerte de la reina. Miró a su alrededor, buscando a Edmund. Lo vio de espaldas a ella, conversando con algún militar de alto rango y varios de los sanadores que la habían atendido. Sus heridas en brazos y piernas estaban curadas…, pero no había solución para su ojo. Un sanador limpió y examinó la herida, la cerró, pero aseguró a Korall que era imposible que recuperara la visión. Al oírlo, Korall intentó asestarle un golpe al sanador, pero este se apartó fácilmente de su trayectoria, cosa que hizo enfurecer más a la Inerku.

No podía hacerse a la idea. Siempre quedaba la opción de colocarse una prótesis mágica, capaz de percibir formas y colores, pero no era lo que la Nigromante quería. Ella deseaba tener de nuevo su ojo, su perfecta orbe negra. Volver a tener su piel intacta, de adolescente, nívea, no surcada por esa horrible cicatriz. Nunca perdonaría a Elogra por eso. Deseaba revivirla y volver a matarla, una y otra y otra vez. Pero eso no era posible. 

Solo le cabía esperar a que sus hombres le trajesen a aquél muchacho, aquél niño que se había atrevido a desafiarla. Ese, el de los ojos azules. El chico de Elogra, al que protegía por alguna razón.

La irritaba no saber a qué se debía la importancia del mago. Aquello la enfurecía de sobremanera. Erniel pagaría por los errores de la reina. Toda la furia de Korall se concentraría en encontrarlo. Y cuando lo tuviese en su poder…

Edmund se le acercaba, dejando atrás a los sanadores con los que había conversado. Era alto, bastante alto para su edad. Y musculado. Sin él, le habría sido imposible vencer a Elogra. Sentía un sentimiento extraño hacia él. Por una parte le agradecía la ayuda prestada, pero por otra había algo en Edmund que la desconcertaba. Aunque era muy joven (tenía 16 años), se movía lleno de seguridad. Sus andares eran silenciosos y felinos. 

Tenía unos ojos grises y vacíos que no parecían sentir, y ese extraño y largo pelo azul eléctrico no era común entre los humanos. En Irloäk no era raro ver cabellos de colores, pero entre humanos no era natural.

Había llegado a donde ella se encontraba. Se inclinó sobre la mesa, colocando las manos como punto de apoyo. Korall tenía sueño, ¿por qué no la dejaba dormir? Estaba allí, delante de ella, hablando sobre algo, tan altivo e indiferente, tan frío, sin darse cuenta de que su reina no prestaba atención a ningún sonido de los que salían de sus labios rosados.

– ¿Le parecen bien las medidas que hemos adoptado, alteza? –consiguió atisbar Korall a través del espeso humo de sus ensoñaciones. Se quedó varios segundos en silencio, fingiendo pensar sobre la explicación que el muchacho le había dado, aunque en realidad solo le daba vueltas a la opción de matarlo e irse a dormir. Decantó la idea y suspiró.

–Me parecen unas medidas acordes a la situación con la que lidiamos. –dijo ella. Escrutó el rostro del joven. Ninguna sombra de duda cruzó el rostro de Edmund. La reina se puso en pie.

– ¿Era todo lo que tenías que decirme? Entonces, me retiraré. –Se giró, dándole la espalda a su consejero– Si necesitas algo… Ya sabes dónde estoy.

Edmund se quedó inmóvil, observando a la reina alejarse con paso decidido. Las pisadas de Korall resonaban por todo el castillo. Imitaban el sonido de un corazón. Pero no del suyo.
Cuando su señora desapareció del campo visual del chico, este se giró, cerrando los ojos. Todo estaba yendo demasiado rápido. La muerte de Elogra había sido demasiado precipitada. Tendría que haber sido él quién la matase. Sin embargo, Korall había aprovechado el descuido de la reina. La Inerku creía que él solo había querido ayudarla. No había visto la verdad detrás de los ojos vacios del chico. Eso le alivió un poco. Mientras su secreto continuase a salvo, todo estaría bien.

Aunque claro, una parte dentro de Edmund estaba inquieta. Elogra había nombrado a aquél antes de morir, y eso significaba otra piedra en el camino. Y luego estaba Arshiuz. No había contado con el Nigromante. Tendría competir con él para manipular a Korall. 

Pero la reina le había ocultado a su padre la última voluntad de Elogra. Eso quería decir que no la tenía tan dominada, y que le debía algo al joven consejero. Sí, todo podía ir rodado. Solo tenía que deshacerse de Arshiuz.

Sonrió amargamente. Sí, “solo” tenía que deshacerse del ser más poderoso del mundo. Tenía que calcular bien su próximo paso. No le servía deshacerse de él si no tenía la voluntad de Korall en sus manos. Aún quedaban muchos cabos sueltos… Ahora la reina se encontraba cansada y somnolienta, pero cuando se diese cuenta de la importancia de las palabras de Elogra, desplegaría todo su ejército contra el mago exiliado. Pero eso no era lo que necesitaba Edmund. No, él quería a la Inerku quieta, tranquila y relajada para poder, poco a poco, introducirse en su mundo.

– Basta, basta –dijo en voz alta, moviendo levemente la cabeza a lado y lado– No hay prisa. Aún queda tiempo… Aún tengo tiempo…


Un aullido rasgó el aire. ¿Un lobo? No, no sonaba a lobo, tal vez un perro salvaje. Se acercaba a él. Pero estaba demasiado cansado para querer abrir los ojos. Si era un lobo o un animal salvaje, que acabase ya. Quería acabar con todo. Con todos. Con Korall.

Con un esfuerzo sobrehumano, despegó los párpados. Sus pupilas se expandieron al máximo, buscando luz dentro de ese mar de oscuridad. Sintió, antes de verlo, algo a su lado. Estaba pegado a él y temblaba, buscando su calor. Pobre cachorro sin hogar. 

Sollozaba en voz baja, con la cabeza gacha entre las patas. El perro se refugiaba en el cuerpo del chico. Un pobre animal indefenso y perdido. Como él.

El mago bajó su mano a la testa del cachorrillo. Este se aparto casi de inmediato, mirando con temor y recelo a Erniel. Tenía los ojos oscuros, húmedos y llenos de legañas y una mirada suplicante dibujada en estos. Ojos derrotados. Era como si esperase que todos le pisaran. Pobre chucho vagabundo. Sin nadie que lo esperase, sin casa, ni familia, ni esperanzas. Ni siquiera tenía voluntad de seguir luchando.

Erniel no volvió a intentar tocarlo. El can no lo necesitaba, había aguantado las inclemencias del tiempo, los malos tratos, el hambre, las vejaciones y la ignominia.

Buscó en sus bolsillos. Tenía que haber algo, cualquier cosa. Rebuscó desesperadamente algo que darle al animal. En el bolsillo de los pantalones encontró un mendrugo de pan. Al menos no estaba duro ni pasado.

Lo dejó en el suelo, a escasos centímetros del animal, que acercaba el hocico, olfateando. El perro devoró el trozo de pan en cuestión de milésimas de segundo. Masticaba ruidosamente, crujiendo la mandíbula. Salivaba mucho, y unos cuantos espumarajos le cayeron al joven en la ropa. Gotas blancas, como la espuma de mar. Le hizo recordar aquel collar de perlas de rio que en su día le regaló a Elogra. Un rosario perlino, con treinta y tres esferas unidas gracias a un hilo de plata casi invisible. 

Era una obra de orfebrería. La hizo él mismo, para su reina.
Los recuerdos volvían, golpeándole el pecho con fuerza insidiosa. Le roían las entrañas, llenándole de ácido y bilis.

El cachorro hacía rato que, arremolinado sobre él mismo, dormía. Erniel miró el cielo, plagado de astros luminosos y empezó a rezar. No era creyente, no podía comprender la necesidad de un ser superior que organizase la vida en el mundo, pero esa noche, bajo la mirada de una luna ausente y fría y junto al cuerpo de un pequeño cachorro, Erniel rezó.


El sendero que llevaba a Areox atravesaba la Foresta de Migg, y estaba lleno de altos y curvados árboles centenarios. Grandes y vigorosos troncos llenos de musgo y plantas enredaderas lo plagaban todo. La frondosidad y espesura de la arboleda dificultaba el acceso al camino, que solo se veía parcialmente. 

El ajetreo de los animales que ahí moraban lo inundaba todo, como el canto de una nana primigenia. La creciente luna de medianoche iluminaba la profundidad del bosque con una aureola perlina. 

Pequeños murciélagos cortaban el cielo, y unían con una línea imaginaria, las estrellas. Los aullidos de los lobos y el ulular de las lechuzas interrumpían el silencio de la foresta.
Se vio una pequeña criatura dar saltos por la senda. El conejo olisqueó el aire, moviendo los bigotes y levantó sus vacíos y negros ojos al cielo, nervioso. Algo en su instinto le decía que el mal acechaba.

De pronto, como si el mundo se hubiese tornado negro, la luna fue tapada por una gran sombra voladora. La imponente figura se dirigía, fluyendo por el aire, hacía la ciudad. La oscuridad proyectada sobre los árboles se asemejaba a un gran pájaro escrutante, con una larga y prominente cola bífida. La cotidianidad del bosque se interrumpía con cada aleteo del monstruo.

El silencio se extendió entre los animales, y parecía que incluso los árboles callasen. Habían reconocido aquella sombra, esa sombra que, si hacían un paso en falso, sería la última que verían. Solo podían esperar, y callar.

Poco a poco, pero en realidad rápidamente, la monstruosa fiera milenaria dejó atrás la arboleda. En alguna parte un lobo solitario le aullaba a la luna, agradecido.

Entre tanto, el peligro se cernía sobre la ciudad, que en su ignorancia, dormitaba tranquila mientras una reina pérfida esperaba, estirada en la cama, la llegada de aquel que aguardaba.

–Ya está aquí… –murmuró, rompiendo el silencio de la alcoba. 

Junto a ella, la espalda desnuda de Edmund brillaba a la luz de la tenue vela. Sus jóvenes y suaves omoplatos se estremecían levemente con su respiración y su largo pelo azul se extendía a lado y lado de la almohada. Allí, justo en el medio, tenía un símbolo tatuado. Un círculo azul formado por lo que parecían enredaderas, y en medio del círculo, una especie de flor negra. Minutos antes, mientras batallaba, incesante, contra el ardor del joven, le pareció que el dibujo palpitaba y emanaba un extraño calor. Bah, imaginaciones suyas.

El sonido amortiguado de unas poderosas alas cada vez parecía más cercano, y por la ventana entraba el azaroso viento impulsado por las membranas del dragón negro, que se aproximaba al castillo.
Korall se puso en pie, desnuda, y se acercó a la ventana. Pudo ver la majestuosa figura del gran reptil ondulándose en el aire, cada vez más cerca. Volaba silenciosamente, al contrario de lo que podía parecer, y gracias a la negrura espesa de la noche, ahora nublada, era difícil distinguir su forma en el cielo. 

Cuando llegó a los lindares de la fortaleza, los centinelas apostados en las murallas no se dieron cuenta de su presencia. La reina, por su parte, clavó su mirada en las amarillentas rendijas felinas de la criatura. Estaba muy cerca. Cuando apenas faltaban ocho metros para quedar cara a cara con la emperatriz, el dragón viró la dirección e hincó las patas traseras en la torre y las almenas. Después de sujetarse con fuerza en la pared de piedra, su largo cuello se giró hacia la ventana, en la que el cuerpo de Korall resplandecía.

–Mi niña… –dijo el ser, con una voz humana y profunda. La Inerku inclinó la cabeza, sonriente.

–Maestro, estaba impaciente por su llegada. Pero no esperaba que fuese tan pronto. De haberlo sabido, yo no…–decía, titubeante, mientras observaba por el rabillo del ojo al joven pálido de cabellos índigos.

– ¿No hubieses tenido compañía? –dijo, mirando también, el cuerpo pernoctado de Edmund– No te preocupes, querida mía, sé que solo son caprichos para ti. Nadie será nunca como tu maestro, recuérdalo amor mío.

Y mientras pronunciaba esas palabras, su larga violácea lengua de lagarto vibraba en su boca entreabierta, creando un grave silbido. Después devolvió sus ojos al chico durmiente, y algo parecido al desprecio pasó por su rostro escamoso y protuberante.

–No me gusta –comentó, como quien no quiere la cosa, Arshiuz. Y sin más, alargó el cuello hacia él. Pero Korall se puso en medio.
– ¿Qué haces, niña?

–Por favor mi señor– empezó la reina, intentando aparentar indiferencia– déjalo vivir. Me ha servido bien y tiene potencial para convertirse en un buen nigromante. Sus acciones fueron decisivas para determinar la muerte de Elogra y triunfar en nuestra misión.

–Eso no me lo habías dicho –la voz del dragón denotaba cierta irritación– Creía que la elfa había muerto sin oponer resistencia. Pero cuando he visto tu cara… Tu ojo…–la emperatriz bajó la cabeza, intentando cubrirse la cicatriz con el cabello– He imaginado que la infiel luchó hasta el último momento. De cualquier modo –siguió diciendo, mientras su cuerpo se estremecía levemente, y las escamas de su cuerpo iban desapareciendo y encogiéndose. Era como ver a un pájaro al que le crecen las plumas, pero del revés; las membranosas alas se hundieron en una espalda que ya no era la de un saurio, sino que se tornaba recta y humana. El hombre estaba vestido con un traje de cuero, muy parecido a la piel escamosa que antes recubría su cuerpo. Allí donde había estado el largo morro de reptil, había un rostro atractivo, masculino, sin bello ni cejas y presidido por los mismos ojos amarillos que el dragón había clavado en Edmund. Arshiuz estiró varias veces sus delgados brazos, flexionando aquellos dedos como zarpas. Después acarició, poco a poco su cabello, rapado a lado y lado de su cabeza, pero largo y liso por detrás. Suavemente, pasó los dedos por las hebras de pelo grisáceo, y rápidamente, se hizo una trenza. –, lo vigilaré de cerca, bonita. Ya sabes que solo quiero protegerte, lo sabes, ¿verdad hija?

-Lo sé, maestro –dijo ella, en voz baja y con la cabeza gacha, mientras dejaba que el nigromante rodease su cuerpo desnudo. El traje de Arshiuz tenía un tacto áspero y rugoso y los largos y afilados dedos inspeccionaban, hábiles, cada recóndito escondrijo de su fragilidad.

En el colchón, fingiendo dormir, Edmund cerraba fuertemente los ojos y agudizaba el oído, pero solo se escuchaban los entrecortados gemidos de Korall. Intentó bloquear esos sonidos y concentrarse en aquello que había dicho el Nigromante.
Ya pensaba que tendría problemas con él. Pero no pensaba que fuese tan difícil acercarse a Korall. Ganarse su afecto había sido fácil, no así ganarse su confianza. Y no parecía que la presencia de su maestro hiciese bien a los planes del joven. Oyó la murmurante voz de su reina, pronunciando el nombre de Arshiuz. Luego, silencio.

–Buenas noches niña –decía el rey, mientras dejaba el pequeño cuerpo de Korall en la cama.

–Buenas noches, maestro.
Edmund permaneció inmóvil, intentando normalizar sus latidos y su respiración. Sintió unos pasos amortiguados acercándosele. Estaba delante de él.
–Buenas noches a ti también, chico.

Después se escuchó un portazo. Al joven de pelo azul se le heló la sangre. La Inerku, a su lado, dormía profunda y tranquilamente. Y él miraba la infinita oscuridad del fondo de sus parpados.


La lluvia empezó a las siete de la mañana, aproximadamente. La mayoría de areoxianos ya se habían levantado y comenzaban a abrir sus tiendas. La ciudad, al estar ubicada en el centro del archipiélago, era un perfecto punto de comercio. En sus calles se podían ver personas de todas las razas, por eso la ciudad se había convertido en la capital de Enal, la que hace unos años era Ignur. La población de Areox había crecido a un ritmo casi alarmante, y a causa de eso, Elogra extendió su territorio al Paraje de Migg, antaño tierra de nadie. Muchos de las tribus primitivas del bosque lo vieron como una ofensa, pero llegaron a un concilio con Elogra. Pero Elogra ya no estaba, y eso significaba que la nueva reina no tenía poderes potestades sobre ese terreno. Korall ignoraba aquel acuerdo, así que cuando los campos de cultivos empezaron a ser saqueados y arder, nadie estaba preparado.

Además de estos incidentes, Korall tenía que sumar la enorme presión que suponía tener allí a Arshiuz. Sentía en todo momento sus escrutadores ojos áureos clavados en la nuca. Y Edmund no era un punto de apoyo, pues cada vez que precisaba de su ayuda, parecía esfumarse con el humo que rodeaba Areox.

Para sumar más problemas estaba la labor de los ciudadanos; aunque el pueblo no se había movilizado abiertamente contra el régimen de la Inerku, una pequeña parte se había negado a ayudar con los incendios. Parecía como si el hecho de perder la cosecha de toda una estación no despertase en los insurrectos ninguna compasión. Con todo, la labor de Korall no era desastrosa; ya había enviado a tres cuartas partes de sus nigromantes (acompañados, claro está, por un escuadrón de soldados), a contrarrestar el efecto destructivo del fuego. Los habitantes del Paraje de Migg, en su mayoría mestizos de elfos y humanos, aprovechaban, incesantes, cualquier descuido en la defensa del enemigo para reiniciar su tarea destructiva. Los soldados allí apostillados tenían la sensación de que los rebeldes areoxianos estaban detrás de todo aquel plan.

A media mañana, habían conseguido salvar la mayor parte de los cultivos, pero la calidad de estos había bajado notoriamente y no sería apta para el comercio. Alrededor de las dos parecía que los rebeldes se habían retirado, pues los ataques con armas de fuego cesaron. Los habitantes de la foresta aguardaban, escondidos y furiosos, y después de comprobar el sinsentido de su ofensiva, se retiraron poco a poco.

Mientras la calma regresaba a todos los hogares, había un hombre que no suspiraba aliviado. Edmund había logrado escaquearse del castillo y ahora vagaba por las tristes callejuelas de Areox. La miseria reinaba allá donde mirase. Gracias al trabajo de los goblins, media ciudad había sido reducida a ceniza, mientras que la otra mitad se moría de hambre y de desdicha. Se necesitaría mucho esfuerzo y tiempo para devolverle a la urbe su antiguo esplendor.

El joven se cruzó con unos sucios chiquillos que, ignorándole, jugaban con un gato callejero. El pobre animal intentaba escapar de la crueldad infligida por aquellos niños, primero de manera febril y desesperada, para luego dejarse coger, derrotado. Las piedras y abrojos lanzados por los niños eran tremendamente eficientes y herían a su blanco en la cabeza y las patas. Que pronto nace la violencia en el ser humano. El pobre felino maullaba. A Edmund lo invadió un leve sentimiento de compasión. No podía hacer nada, era la naturaleza humana. Maldad innata.

–Infames –murmuró.

Prosiguió con su paseo, dejando atrás aquella lamentable escena. Las ruinosas casas estaban llenas de azufre y aquellas que antaño fueron blancas y perlinas, ahora presentaban un color marrón decaído. Parecía que la decadencia de la ciudad impregnaba el ánimo de las personas. O tal vez fuese al revés.

A su izquierda, un vagabundo vestido con harapos dormía, junto a un perro sucio y mugriento. Por culpa de la capucha que llevaba no podía saber la edad de aquel hombre, pero por sus manos imaginó que sería joven. Era extraño, pero sentía más compasión por un gato que por un ser humano. Puede que fuese por el desprecio que sentía por las personas de su alrededor.

Cuando estaba a punto de pasar de largo, algo llamó la atención de Edmund. Algo en aquel indigente llamaba su atención. Giró la cabeza para echarle un vistazo y algo dentro de él se desencajó. Ya no estaba. Solo quedaba una capa raída como prueba de su existencia. El joven nigromante se quedó petrificado, con la mirada fija en el lugar donde, hacía segundos, había estado Erniel.


Y Erniel se había escabullido entre las sombras, donde nadie le pudiese encontrar. Sus sentidos se habían puesto alerta nada más ver a Edmund. Con la cabeza gacha, se alejaba lo más rápidamente posible de él. Chocaba con escombros y personas, aunque no sabía bien que era cada cosa. Le dolía el hombro, donde se había hecho un arañazo al pasar bajo una barricada de madera. La manga de la camisa se había desgarrado y el chico, sin miramientos, se la arrancó. Los hilos rompiéndose hicieron un sonido muy similar al alarido de un dragón.

Siguió avanzando, abriéndose camino hacia la nada. No podía dejar que el ejército lo encontrase. No, debía sobrevivir, por él. Por Elogra. Tenía que continuar, día tras día, para forjar su venganza, su destino.

Llegó a la muralla noreste de la ciudad. Por esta zona no se habían contado desperfectos por parte de Korall, y el chico maldijo para él. ¿Tanto costaba encontrar un agujero en la piedra, lo suficientemente grande para que cupiese?

Apoyó la cabeza en el gran muro de piedra, intentando serenarse. Había sido muy imprudente por su parte quedarse en la ciudad después de la muerte de la reina. Pero no era fácil salir de Areox en esos momentos; los guardias de la Nigromante estaban alerta, después de los incidentes en el Paraje, y además, lo buscaban. La escena de la taberna lo había dejado bien claro.

Fuera de Areox no tenía donde ir, no había ninguna pista que iluminase su camino. Las palabras de la  shugut’h no despejaban ninguna de las preguntas de Erniel. Elogra, ¿habría sido mucho pedir alguna respuesta, alguna pista? Todo lo que le quedaba eran dudas y tristezas en los bolsillos. Levantó la vista y sus ojos toparon con las altivas torres marmoleas del castillo. Nunca le habían parecido temibles ni frías, es más, muchas veces había buscado en ella el consuelo del hogar. Pero ahora le parecían intimidantes y frívolas, ajenas a él, como si su vida entre esas paredes hubiese sido un sueño. Como si hubiesen pasado años y siglos desde entonces.

El mago rió amargamente. Volvía a caer en la espiral autocompasión. Era tan difícil despegarse de  esa parte de su alma que pertenecía a la difunta reina. De aquellas vivencias compartidas. Ella, Elogra, había sido la única madre que el chico había conocido. No podía olvidarla tan fácilmente, y menos teniendo en cuenta que no pasaban apenas veinticuatro horas desde su muerte.

La ciudad se repondría, fuera como fuera. Los comercios abrirían mañana, y pasado mañana, y la memoria de la antigua monarca quedaría como una marca en sus memorias. Porque ellos no la habían visto reír. Porque ellos no sabían que su color favorito era el naranja, y que en otoño recogía setas silvestres y preparaba remedios élficos que luego donaba de forma anónima al sanatorio. No, ellos la olvidarían; incluso aquellos rebeldes que luchaban contra el yugo de la Nigromante se cansarían. Esos, que veían en Elogra la imagen de una heroína, no sabían nada de ella. 

Adoraban a un ideal. Y Erniel a la persona, y no podría olvidarla. 

Miró una vez más aquel castillo de agudas atalayas y una enorme nube vampírica volaba en círculos alrededor del palacio. Vaya, vaya, parecía que una serpiente se había dejado caer por ahí. Así que Arshiuz estaba en la ciudad. Eso podía dificultar su entrada en el castillo…, o hacer que esta fuese un éxito. Solo tenía que pensar la manera de distraer la atención de los guardias y del nigromante cambiante.

Y una idea temeraria asaltó al joven. ¿Por qué no matar a Korall? 

Si su táctica de distracción salía bien, la Inerku estaría desprotegida y vulnerable. Era una idea apetecible, solo pensarlo la sangre le hervía en las venas. Imaginó que, sigiloso, se acercaba a la reina por la espalda e igual que hizo esta con Elogra, la atravesaba con su espada. Una dulce y merecida venganza.

Pero, si era así de fácil, ¿por qué tenía la sensación de que cualquier enfrentamiento con Korall acabaría con su vida? ¿Por qué les daba tanta importancia a las palabras de Agchant? ¿Qué debía hacer?

Una criatura nacería con el poder de vencer a la Inerku… ¿Y si él se hacía con ese poder? Poco a poco, esa idea tomaba forma en su cabeza. Imaginó ese poder ilimitado en sus manos. Tal vez fuese un arma de una magnitud inimaginable. La reina sucumbiría bajo su poder, ella y todo su ejército de miserables. Y el dragón oscuro también caería.

Dejó a un lado esos febriles pensamientos y se centró en la táctica distractora que debía planear. Su próximo movimiento estaba cerca y esperaba los títeres de Korall hiciesen el papel que les tocaba. Él solo tenía que tocar la nota correcta, y la tensa línea se aflojaría, cambiando el sonido y destruyendo la armonía, arruinando la melodía. Sí, tenía que ser muy cuidadoso. 

No podía permitirse otro descuido, como el que acababa de cometer. Todo saldría bien.

Pero si algo salía mal…  

Bah, ¿a quién le importaba? Él ya no estaría presente para presenciar lo que pasaría.
Poco le esperaba después de la vida, no había nada para él. Solo el vacío.

Aspiró profundamente. El aire frío rasgó sus pulmones y sus ojos lagrimearon. Dibujó una oscura sonrisa en su cara. Torcida y cansada. Estaba listo para todo.

Y ellos también. Pero aún no se había dado cuenta.

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