miércoles, 23 de enero de 2013

Perdido en el gris y el humo, sin ti

Seguía buscando tu mirada, entre aquellas personas, esas gentes sin hogar, sin vida. Pero no era capaz de recordarte, de verte con claridad dentro de mi cabeza, ¿cómo sabía si realmente te diferenciabas de aquella existencia vacía que lo inundaba todo con su ruido y su humo?

Y así mendigué por la gris ciudad, perdiéndome en las esquinas y olvidando quien soy, que soy, en contra de todos aquellos cazadores y serpientes que me buscan y me traicionan. Y yo los esquivaba, o les mentía, engañándome a mi también, perdiendo mi esencia pura. Por ti.

Perdidos en la misma ciudad infinita, las casualidades parecían imposibles. Nunca podría encontrarte, no podría volver contigo a nuestras cumbres blancas, donde nos perdíamos cada madrugada, cuando el sol pintaba con colores la blanca nieve, y nuestra risa era la música del bosque. Pero en el asfalto el sol no puede pintar, y con el sonido de los coches, tu risa se extingue y se deforma, hasta no ser más que un gemido monstruoso.

Y cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, cuando iba a rendirme y dejarme ser engullido por todos aquellos seres grises que me rodean, te vi; el sol de la tarde teñía tus cabellos de fuego, tus ojos eran el fondo del mar más brillante, acuosos y verdes y azules y violetas y negros. Tus labios me miraban, con una media sonrisa, y tu piel canela, como siempre, plagada de tatuajes, resplandecía con un aura azul que te envolvía toda. 

Me acerqué a ti, y el viento parecía que nos quería separar. El día que hizo más viento que nunca, lo llamé. Tenía tus labios a un palmo de distancia, cuando murmuraste algo que no entendí, y te volviste a perder. No fue hasta que tu recuerdo se desvaneció cuando me di cuenta de lo que dijiste.

Au revoir, ¿no, amada Celeste?

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