lunes, 30 de enero de 2012

Cáliz

Miraba fijamente la copa de néctar rosado que tenía delante. Aquello acabaría con todo. Con todos. Sonrió, y al hacerlo, la fina piel de sus labios rosados se agrietó. Hacía tanto que no sonreía. Hacía tanto que no lloraba.
La sangre manó poco a poco de los cortes de sus labios, pero ella no se limpió. Dejó que fluyera, libre. En breve, ella, como su sangre, rompería los diques de su prisión y sucumbiría al abrazo helado de lo incognoscible.
La copa estaba tallada en cristal de cuarzo, lo que le confería un brillo particular. Acercó una de sus níveas y delicadas manos al borde de la copa, siguiendo sus lineas, acariciándolas.
La vida no te da lo que recibe. Tampoco después de la tormenta viene la calma. Vienen las inundaciones, las pérdidas, los destrozos. No hay nada que apacigüe la pérdida, no hay corazón que sane y menos aún recompensas después del sufrimiento.
Ella lo sabía. Sabía todo eso. Había luchado contra esas verdades, les había dado la espalda y se había mentido a sí misma, fingiendo ser feliz. Fingiendo ser como los otros.
Pero siempre se sucumbe ante las grandes verdades del alma. Y las verdades siempre lo son mientras uno crea en ellas.
Por las mejillas de la joven se deslizaban silenciosamente lágrimas plateadas que, mientras se llevaba el cáliz de veneno a los labios, se mezclaban con su sangre. Cuando apuró la copa, en sus ojos nació un oscuro brillo de terror absoluto. La copa cayó al suelo y se rompió en mil pedazos, al igual que el alma inocente de Lucrecia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario